1. El violín Stradivarius
Era una noche de invierno del año 1820 en la ciudad de Londres. Un hombre mal vestido, evidentemente pobre, entró temblando de frío en una tienda que compraba y vendía violines para venderle uno. El propietario (Arthur Betts), por ayudar al hombre hambriento, le pagó con una moneda de poco valor. Tan pronto como comprobó que éste era el famoso violín Stradivarius que habían buscado en toda Europa durante los últimos cien años, salió corriendo por la puerta en busca del vendedor, pero el hombre se había esfumado.
Fuente: Carlos Rey, en www.conciencia.net
2. Una noche oscura la KGB llama a la puerta de Yussel FinkeIstein. Yussel abre la puerta. El hombre de la KGB ruge: — ¿Vive aquí Yussel FinkeIstein? —No—responde Yussel en la puerta con su pijama raído. — ¿No? Entonces, ¿cómo te llamas? —Yussel FinkeIstein. El hombre de la KGB le derriba de un golpe y dice: —¿No acabas de decir que no vivías aquí? Yussel le responde: — ¿Y a esto le llamas vida? Osho. "Coraje: la alegría de vivir peligrosamente"
3. Los miserables (Víctor Hugo, Francia, 1802 - 1885) FRAGMENTO
"
Al día siguiente, al salir el sol, monseñor Bienvenido se paseaba por
el jardín. La señora Magloire salió corriendo a su encuentro muy
agitada.
- Monseñor, monseñor -exclamó-: ¿Sabe Vuestra Grandeza dónde está el canastillo de los cubiertos?
- Sí -contestó el obispo.
- ¡Bendito sea Dios! -dijo ella-. No lo podía encontrar.
El obispo acababa de recoger el canastillo en el jardín, y se lo presentó a la señora Magloire.
- Aquí está.
- Sí -dijo ella-; pero vacío. ¿Dónde están los cubiertos?
- ¡Ah! -dijo el obispo-. ¿Es la vajilla lo que buscáis? No lo sé.
- ¡Gran Dios! ¡La han robado! El hombre de anoche la ha robado.
Y en un momento, con toda su viveza, la señora Magloire corrió al oratorio, entró en la alcoba, y volvió al lado del obispo.
- ¡Monseñor, el hombre se ha escapado! ¡Nos robó la platería!
El obispo permaneció un momento silencioso, alzó después la vista, y dijo a la señora Magloire con toda dulzura:
- ¿Y era nuestra esa platería?
La señora Magloire se quedó sin palabras; y el obispo añadió:
- Señora Magloire; yo retenía injustamente desde hace tiempo esa
platería. Pertenecía a los pobres. ¿Quién es ese hombre? Un pobre,
evidentemente.
- ¡Ay, Jesús! -dijo la señora Magloire-. No lo digo por mí ni por la
señorita, porque a nosotras nos da lo mismo; lo digo por Vuestra
Grandeza. ¿Con qué vais a comer ahora, monseñor?
El obispo la miró como asombrado.
- Pues, ¿no hay cubiertos de estaño?
La señora Magloire se encogió de hombros.
- El estaño huele mal.
- Entonces de hierro.
La señora Magloire hizo un gesto expresivo:
- El hierro sabe mal.
- Pues bien -dijo el obispo-, cubiertos de palo.
Algunos momentos después se sentaba en la misma mesa a que se había
sentado Jean Valjean la noche anterior. Mientras desayunaba, monseñor
Bienvenido hacía notar alegremente a su hermana, que no hablaba nada, y a
la señora Magloire, que murmuraba sordamente, que no había necesidad de
cuchara ni de tenedor, aunque fuesen de madera, para mojar un pedazo de
pan en una taza de leche.
- ¡A quién se le ocurre -mascullaba la señora Magloire yendo y viniendo- recibir a un hombre así, y darle cama a su lado!
Cuando ya iban a levantarse de la mesa, golpearon a la puerta.
- Adelante -dijo el obispo.
Se abrió con violencia la puerta. Un extraño grupo apareció en el
umbral. Tres hombres traían a otro cogido del cuello. Los tres hombres
eran gendarmes. El cuarto era Jean Valjean. Un cabo que parecía dirigir
el grupo se dirigió al obispo haciendo el saludo militar.
- Monseñor... -dijo.
Al oír esta palabra Jean Valjean, que estaba silencioso y parecía abatido, levantó estupefacto la cabeza.
- ¡Monseñor! -murmuró-. ¡No es el cura!
- Silencio -dijo un gendarme-. Es Su Ilustrísima el señor obispo.
Mientras tanto monseñor Bienvenido se había acercado a ellos.
- ¡Ah, habéis regresado! -dijo mirando a Jean Valjean-. Me alegro de
veros. Os había dado también los candeleros, que son de plata, y os
pueden valer también doscientos francos. ¿Por qué no los habéis llevado
con vuestros cubiertos?
Jean Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no podría pintar ninguna lengua humana.
- Monseñor -dijo el cabo-. ¿Es verdad entonces lo que decía este
hombre? Lo encontramos como si fuera huyendo, y lo hemos detenido. Tenía
esos cubiertos...
- ¿Y os ha dicho -interrumpió sonriendo el obispo- que se los había
dado un hombre, un sacerdote anciano en cuya casa había pasado la noche?
Ya lo veo. Y lo habéis traído acá.
- Entonces -dijo el gendarme-, ¿podemos dejarlo libre?
- Sin duda -dijo el obispo.
Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.
- ¿Es verdad que me dejáis? -dijo con voz casi inarticulada, y como si hablase en sueños.
- Sí; te dejamos, ¿no lo oyes? -dijo el gendarme.
- Amigo mío -dijo el obispo-, tomad vuestros candeleros antes de iros.
Y fue a la chimenea, cogió los dos candelabros de plata, y se los
dio. Las dos mujeres lo miraban sin hablar una palabra, sin hacer un
gesto, sin dirigir una mirada que pudiese distraer al obispo.
Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los candelabros con aire distraído.
- Ahora -dijo el obispo-, id en paz. Y a propósito, cuando volváis,
amigo mío, es inútil que paséis por el jardín. Podéis entrar y salir
siempre por la puerta de la calle. Está cerrada sólo con el picaporte
noche y día.
Después volviéndose a los gendarmes, les dijo:
- Señores, podéis retiraros.
Los gendarmes abandonaron la casa.
Parecía que Jean Valjean iba a desmayarse.
El obispo se aproximó a él, y le dijo en voz baja:
- No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado.
Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, lo miró alelado. El obispo continuó con solemnidad:
- Jean Valjean, hermano mío, vos no pertenecéis al mal, sino al bien.
Yo compro vuestra alma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu
de perdición, y la consagro a Dios"